Las cadenas de la humanidad
están en papeles de ministerio
Todo comenzó con un bar. Había logrado ahorrar algunos pesos – ya van años desde que la palabra ahorro es solo una ilusión y un recuerdo – y tenía el deseo juvenil – juvenil no porque no lo quiera ahora, en realidad lo deseo más que cualquier cosa, sino porque cada día me doy cuenta de que es un imposible – de montar un negocio que me generara dinero y no tener que trabajar ni madrugar un día más de mi vida. Con un amigo habíamos comprado recientemente un carro para ponerlo a trabajar de Uber, pero se jodió la idea entre multas de tránsito, trabajadores horribles y mecánicos insulsos que lo único que hicieron fue dañar hasta las últimas consecuencias el motor. Nos dimos por bien servidos porque logramos maquillar sus daños y lo vendimos a mejor precio del que lo habíamos comprado. Era una muestra de justicia divina por todo lo que perdimos en arreglos y en cuotas que los trabajadores jamás nos dieron porque “está muy duro el camello”. Así que luego de esa venta, decidimos montar un bar. Yo quise ponerle Sodoma pero mi amigo creyó que era nombre de bar gay, y ahí empezaron los desacuerdos hasta que no nos entendimos y quisimos desistir de más negocios juntos por un tiempo para no perder la amistad. Triste y sin saber qué hacer con 5 millones en el bolsillo, sintiéndome medianamente rico, entré a Ramfis a saludar a mi amigo Miguel. Me dijo que estaba buscando socio. Le di los 5 palos y nos dimos la mano. Con ese trato empezó mi debacle física y moral, cogí el cigarrillo, y no le gané un solo peso en dos años, pero fui feliz, presenté dos libros y estuve con mujeres con las que jamás hubiera imaginado acostarme. Para mí, un trato bastante justo con el destino. Luego quebramos, nos despedimos de nuestra clientela, hubo tristezas, abrazos y un despecho que hoy en día creo no haber superado del todo.
Quise olvidar el bar, mostrarle otra cara a mi ciudad, una cara distinta al borracho que por amor de Dios nunca se estrelló en su carro, que buscaba mujeres insaciablemente y que el ridículo y autosaboteo eran su bandera. Ramfis fue quedando atrás. Pasaron dos años y un día estaba mercando en el Ara – un amigo me vio haciendo fila y me dijo: “Yo no sabía que los poetas mercaban” – y al pasar la tarjeta ahorros – lo único que queda de esa palabra en mi vida – me dijeron que no había fondos suficientes. Me habían acabado de pagar en el trabajo, por lo que creí que era un error. Pasamos tres veces la tarjeta y el aviso seguía siendo el mismo. Entré a la aplicación y vi que me habían “debitado” – robado en términos bancarios – un dinero que me impedía mercar en paz. Llamé a un amigo con el fin de que me prestara para poder pagar e irme, ante la mirada de ese otro amigo que no podía creer que yo mercara, pero que sí creía posible – estoy seguro de ello – que yo estuviera intentando robar a la cajera. Lo primero que pensé al ver ese débito fue que me habían robado, que habían duplicado mi tarjeta o que Avast tenía razón cuando me decía que había cookies de seguimiento en mi computador. Todo era una nebulosa que me hizo marear del susto.
Al llegar a casa, organizar – o tirar al suelo, mejor – la comida, llamé a Bancolombia, y me dijeron que no era un robo, sino que una deuda que tenía con Redeban fue interpuesta como embargo de la cuenta y se cobraron a la fuerza, palabras más, palabras menos. ¿Qué putas es Redeban?, pregunté. “Ah, eso sí no sé, averigüe”, me contestó el hombre detrás de la línea. Gracias por el consejo, contesté y colgué. Indagué y me di cuenta de que era la marca de datafonos de Colombia. Otra vez pensé en que era un robo. ¿Yo por qué y cuándo y para qué iba a tener un datafono? Llamé a Redeban y me especificaron que sí, que si yo era Mateo Quintero, que había un datafono a mi nombre, que no había cancelado lo que debía, que me lo descontaron porque sí y que debía devolverlo o me seguiría debitando, que significa robando, como ya les conté. Les dije que yo no tenía nada de eso. Me respondieron que presentara las pruebas. ¿Cómo pruebo que algo no existe? ¿Cómo pruebo que Dios no existe? ¡Que lo prueben los que lo afirman, que lo prueben ellos! Hablé con Miguel, hicimos memoria, y recordamos que en realidad nosotros sí tuvimos un datafono pero con Ramfis, como a mitad de nuestra duración como administradores del bar. ¿Será eso? Pero si nosotros lo devolvimos, pero si fue hace más de dos años, pero si nunca quedamos debiendo nada.
Quedé con una preocupación inmensa y lo primero que me vino a la mente al despertar al día siguiente, antes de ir al trabajo, fue el maldito datafono que claramente no existía en ningún lado. Debía resolver ese problema después de que se acabara la jornada laboral. Era miércoles, así que tenía pico y placa. Pero yo llevaba toda la vida yendo a trabajar en pico y placa y no pasaba nada, puesto que salía más o menos a las 6 de la mañana y a esa hora qué van a trabajar los guardas, si es que se le puede llamar “trabajo” a lo que hacen semejante inútiles. Más inútiles que la policía, en mi ranking personal. Sin embargo, como ya pueden haber anticipado, las desgracias no vienen solas. Cuando tienes un hijo al ratico te llega el otro o se te va tu mujer o pierdes el empleo. Así funciona la vida, no la he inventado yo. Ensimismado, manejando, oigo un pito detrás de mí y eran los pitufos, me hago el que no escucho y continúo, volteo donde puedo y sigo, intentando devolverme a mi casa, pero ellos cogen contravía, se pasan semáforos en rojo, adelantan en doble vía y me cogen. Grúa, patios y multa. Un ojo de la cara. Pagar un Uber, llegar tarde al trabajo, explicarle al jefe.
Para sacar el carro de los patios, se necesita tener todos los papeles al día, y yo no tenía la revisión tecnomecánica. Para los que no saben, eso es un papelucho que supuestamente te verifica si el vehículo está en buen estado para transitar las calles, y que con solo ser amigo del que revisa, llevarle un arroz chino, picarle el ojo y regalarle una coca – cola, ya tienes para salir con tranquilidad a las avenidas aunque tus llantas estén desgastadas. Y esta es la razón por la que, al no verle sentido en absoluto a ese papel, opté por que cada vez que se me venciera, esperaría unos tres meses sin renovarlo, para ganarle tiempo a la burocracia y a la corrupción. Me salió el tiro por la culata porque tendría que pagarlo antes de sacar el carro de los patios, como ya dije. En honor a la verdad, tengo que decir que por esa razón me podrían haber clavado otra multa. Muchas gracias, Honorables Agentes de Tránsito, por su misericordia: Controlando las vías y el orden / en las calles nos van a encontrar / muy honrados / vistiendo de garzo / conferidos a la movilidad.
Afortunadamente, como trabajé más de seis años como tramitador en los alrededores del Instituto Municipal de Tránsito, me sabía un truquito para no tener que pagar la revisión (ese truquito se los enseño luego, cuando me inviten a pola, porque por acá no puedo, qué peligro). Yo me hice pajazos mentales, me dije lo mismo que escribí en La frenética desazón (mi libro de ensayos, para que lo compren): “En un país atiborrado de tantas trampas burocráticas, evadirlas no es criminalidad, sino virtud”, y seguí con mi conciencia limpia.
En todo el volteo de esa tarde no pude llamar a Redeban, así que lo dejé para el día siguiente. Lo que sí me llegó ese día fue un anuncio de la administración del conjunto en el que con mucho sacrificio y ahorro – cuando tuve esa capacidad, años atrás – logré cumplir el sueño de comprar un apartamento – o hipotecarlo, mejor, sacarlo a cuotas, entregarle 30 años de vida al estado. La cosa es que ese sueño se volvió un Infierno porque solo pude vivir dos años allí – los mismos años que tuve Ramfis – y luego me tocó alquilarlo porque mi trabajo actual me quedaba a kilómetros de distancia, y para mí madrugar más sería la peor derrota que el Hado podría otorgarme. Se volvió un Infierno, como les decía, porque en este país es más fácil encontrar un guarda que no sea corrupto que un inquilino que pague a tiempo. Siempre es uno peor que el otro. Ninguno bueno. Todos se van debiendo servicios, administración, canon y dejando la casa vuelta mierda, y el poco dinero que pudiste recibir se te va remediando daños y pagando el abogado para desalojar a esa parranda de conchudos que viven a costa nuestra. Es mejor no tener uno nada, dicen por ahí. Para que no se me pierda el hilo en este sulfure, decía que me llegó una notificación avisando que el inquilino llevaba meses sin pagar la administración – ¡no me pagaba el canon, va a pagar la administración! – y que si no me ponía al día, no me dejaban – o sea, no lo dejaban a él – entrar vehículos al conjunto – ¡qué bendición! – pero que embargarían la cuenta – o sea, me la embargarían a mí – para que la deuda quedara a paz. La cosa se complicaba más porque el inquilino (Juan Sebastián Forero, para que no lo reciba usted, estimado lector, ni en su casa ni en su sala) hace más de dos meses no vivía en el apartamento, pero tenía todas las cosas allí. No pagaba, no se iba, no daba nada en forma de pago, no cancelaba los servicios, pero yo sí debía continuar pagando mi cuota al estado, mes a mes, porque si no me lo quitaban…
Hablé con mi amigo abogado – justo el amigo que me dijo que yo, como poeta, por qué mercaba en el Ara – y concertamos en vernos en el Rincón Clásico para hablar de mis problemas y buscar posibles soluciones. El Rincón clásico solo abre los fines de semana entonces me tocó esperar, ansioso y apesadumbrado, varios días. Mientras tanto, intenté resolver lo de Redeban. En la llamada me dijeron que si yo devolvía el datafono, me devolvían la plata y no me quitaban el resto. La última etapa de Ramfis estuvo marcada por un desesperado salvavidas que resultó estar desinflado: una gente que quiso ser socia pero no prosperó en absoluto. Me comuniqué con ellos a ver si recordaban el datafono, y me dijeron que ellos lo recuerdan pero que eso, cuando cerramos, debió haberse quedado con las cosas que pertenecían al dueño como tal del bar. El dueño de siempre, don William, que sigue abriendo constantemente el bar y que lo tiene hace años. Estaba esperanzado, cabía la posibilidad de que él, en su infinita inocencia, siguiera utilizando el datafono, porque los negocios se modernizan y es muy difícil sacarle el cuerpo a la modernidad, como me dijo mi padre, resignado, cuando me tocó instalarle el “guasap” porque todos sus clientes se lo pedían. Llamé a don William. Me preguntó que qué era un datafono.
Alguien me contó que había una oficina de Redeban en el Pereira plaza y que, como todo, siempre es mejor ir y hablar en persona. Lo malo es que ya era viernes en la tarde cuando me enteré, así que tenía que esperar al lunes siguiente para ir. Lo bueno es que era el día de la cita con mi abogado. Fuimos al Rincón Clásico, nos tomamos unas cervezas y un medio de ron. Me explicó: “No, aún no se puede dar por abandono el inmueble, porque el señor se sigue comunicando con usted. Abandono es que se pierda y no le vuelva a responder jamás”. ¿Pero por qué, pregunté yo, si ya no vive allí, cortaron todos los servicios y la administración está por el cielo? “Porque según el parágrafo…” Y empezó con su cháchara leguleya, y yo me perdí en las canciones del Rincón, recordando mi infancia ajena a todos estos problemas sin sentido. “En cuanto a lo de Redeban, envíe un derecho de petición, explicando que usted hace tiempo no posee el datafono y que ya prescribieron los términos de esa deuda”. Me clarificó que había mucha posibilidad de que se lograra, así que quedé contento. En esas me llama mi amigo Esteban y me cuenta que unas amigas de la universidad querían salir, que una estaba muy linda y que se parecía a mí en la forma de ser. No supe si preocuparme o alegrarme, pero yo, que en ese entonces andaba despechado, acepté sin miramientos. Me despedí de mi amigo abogado. Me monté al carro rumbo a Romeo, bar ubicado en la sexta con 29. Subí por la 22 y al girar a la carrera cuarta, un retén inmenso de guardas. Me pararon. Pensé que me iban a sentir el tufo y sentí un escalofrío desde la punta del pene hasta la del pelo. Era el mismo guarda de la vez pasada, que no me reconoció y que yo, por tirar el cañazo, le dije que me ayudara como aquella vez, a ver cómo reaccionaba. “Si yo le ayudé otro día debe ser que estaba solo, porque ahorita lo ubicó con la cámara mi jefe y se dio cuenta de que usted no tiene tecnomecánica. No puedo hacer nada por usted”. Se llevaron otra vez mi carro, en pleno fin de semana, y como sabrán, cada día en los patios cuesta como si guardaras el carro en el mejor estacionamiento de París. Pensé en irme a la casa, pero también pensé en que encerrado me iba a deprimir más, así que seguí caminando hasta el bar, esperando que la noche me diera algo de suerte: la misericordia del placer. Vi a la amiga de Esteban y era deslumbrante. Aquella noche no se dio, después lograría un beso agónico, pero eso es otra historia que no compete aquí.
El lunes pedí prestado dinero y saqué el carro, nuevamente, de los patios. Nueve años manejando y jamás me habían multado, pero ese año maldito, el maldito 2024, tuve dos multas en menos de un mes. Luego de sacar el carro me dirigí a Redeban. Había un local en el Pereira plaza que yo nunca había visto. Me atendieron amablemente y, cuando avisé que iba a entregar un derecho de petición, me dijeron que no había en esa oficina un departamento de entregas de quejas o reclamos. Le pregunté que en dónde, entonces. “En Bogotá”, respondieron. ¿Puedo hablar con la oficina de contaduría, por lo menos? “Acá tampoco hay”. ¿Entonces esto qué es? “Aquí solo entregamos datafonos”.
Iracundo, salí de ese local y me dirigí a la entrada principal. Al frente estaba la Iglesia San José. Sentí deseo de pedirle a Dios que me sacara de este embrollo, pero si no impidió que me metiera en él, para qué iba a servir ahora.
Aunque sea lo más irracional posible, estar al lado de mi padre hace que me sienta protegido. Es un sentimiento que siempre he experimentado a su lado. Siento que si está a mi lado, absolutamente nada puede pasarme. Así que me dirigí a la 23 con 12, calle icónica de Pereira donde se negocia comprando y vendiendo motos, y donde mi papá es una leyenda total. Al verme, no manifestó una gran alegría como suele ocurrir. Su mirada estaba un poco desorientada. Le pregunté qué le había pasado y me contó que lo estafaron y le robaron un carro. Un tipo de otra ciudad, recomendado por un amigo suyo, le dio la mitad de la plata, firmó cuanto papel se le puso al frente, y dijo que en un plazo de una semana le daba el restante. Al otro día ya el número de celular del tipo no existía y mi papá quedó solo con un contrato y la palabra de su amigo, al que también timaron. Pero hoy en día, en Colombia, la palabra y un contrato sirven para lo que sirven las tetas de los hombres.
Hay que denunciar, le dije, y él, que me enseñó a desconfiar de los policías, se manifestó reacio. Lo único que lo motivaba era que tenía unos amigos en la fiscalía y podían ayudarlo. Pensé que era el momento de devolverle todos los favores que me había hecho y fui directamente al primer CAI que encontré a poner la denuncia, porque todo es mejor en persona, como dirían los viejos. “Ya no recibimos denuncias, todo se hace por la página web”, me dijo el tombo. ¿Y eso? “Porque según el parágrafo…” Este país terminó de joderse desde que no se puede hablar con los responsables directamente. Ya todo es un bot, una contestadora o un formato en alguna página web que nunca llega a su destino. Le conté lo sucedido a mi papá y le dije que yo iba a montar la denuncia en la página. Así lo hice. Un par de meses después, con otra respuesta impersonal, me dijeron que estaba desestimada la denuncia, “porque según el parágrafo…”
Solo dos cosas me motivaron por aquellos días escabrosos. Si uno es tan iluso de estudiar Licenciatura en español y literatura, solo te puedes aferrar de dos cosas para tener un buen futuro. Si quieres ser escritor, ganarte un premio. Si quieres ser profesor, entrar al magisterio. Había hecho lo más difícil: ganar el Concurso Docente, cosa por la que esperamos años enteros los licenciados de este país. Con mi puntaje, había quedado de 18 en la lista. Y había 25 plazas en mi territorio. Faltaba todavía cotejar los puntos que daban la experiencia, los títulos y otros papeles pero yo tenía todo eso en un buen nivel, así que entraba derecho. Había alcanzado la panacea de los profesores. O eso creí yo. También gané, por aquellos días, el premio de Estímulos de la Secretaría en la categoría de ensayos. Más allá del dinero, todos saben que lo que sostiene a un escritor es su obra. Me alegraba que un nuevo libro fuera publicado prontamente. O eso creí yo.
Llamé de nuevo a la sede bogotana de Redeban, la central, expliqué de nuevo todo mi caso y me dieron un correo para que enviara el derecho de petición. Así lo hice, y entre correos de fiscalía, Redeban, policía, SIMIT, denuncias, vi que me había llegado un correo dando la lista definitiva del Concurso Docente. Del puesto 18 bajé al puesto 40 porque no subí un papel. Otro derecho de petición. Otra respuesta negativa. Ya no tenía oportunidad de subir ese papel porque ya se había dado un plazo y yo nunca lo subí, porque no sabía que había que subirlo. Así que ese sueño, por ignorancia mía, se había esfumado.
En la zozobra más horrible me fui a beber al Pavo. Debía ahogar mi suerte de mierda con Amarillo y salchichón. No he encontrado otra mejor fórmula para ello. Mis amigos estaban a mi alrededor, y nos reíamos y yo hacía el que me olvidaba de todos esos embrollos insolubles. Fui al baño y, en medio de la orinada, me llegó una notificación de Gmail. Contra todo pronóstico, Redeban aceptó mi petición y me devolvió el dinero. Revisé, aun con el pene afuera, mi cuenta de Bancolombia y era cierto. El 80 % del dinero había sido devuelto. Regresé con una botella de ron invitada por mí a la mesa, y el mundo me recibió con un aplauso eufórico. Por fin, una victoria. La Gran Victoria para mí. Así la quise concebir. Pajazo mental o no, tenía que darme ánimos internos para no decaer.
La noche transcurrió con felicidad y risas. En las entradas y salidas de los clientes del Pavo, entró otro de los escritores que había ganado Estímulos junto a mí. Nos abrazamos, brindamos un par de copas, y en medio de un pucho se quejó de que apenas estuvieran pidiendo el machote final del libro para empezar a cotizar la impresión. ¿Cómo así? A mí nunca me lo pidieron. “Ah, ¿es que recordás que a vos te dieron el premio porque otro había quedado desierto?”. Sí, claro que lo recuerdo. “Bueno, pues esos nos los publican porque según el parágrafo…”
Franz, ya han pasado 100 años desde tu muerte y el mundo sigue igual a como lo dejaste y escribiste, quizá un poco peor. Pero no te preocupes, todo da igual, después nos veremos en la puerta Ante la ley, junto a mi inquilino, los guardas, el estafador, los tombos, los de la CNSC, los de las diferentes secretarías, los abogados, leguleyos, políticos y ministros. Allá todos seremos iguales.
Mateo Quintero Segura
En cuestión de estética, la derrota siempre será superior a la victoria
Kafka, 100 años.
Kafka, 100 años.
Todo comenzó con un bar. Había logrado ahorrar algunos pesos – ya van años desde que la palabra ahorro es solo una ilusión y un recuerdo – y tenía el deseo juvenil – juvenil no porque no lo quiera ahora, en realidad lo deseo más que cualquier cosa, sino porque cada día me doy cuenta de que es un imposible – de montar un negocio que me generara dinero y no tener que trabajar ni madrugar un día más de mi vida. Con un amigo habíamos comprado recientemente un carro para ponerlo a trabajar de Uber, pero se jodió la idea entre multas de tránsito, trabajadores horribles y mecánicos insulsos que lo único que hicieron fue dañar hasta las últimas consecuencias el motor. Nos dimos por bien servidos porque logramos maquillar sus daños y lo vendimos a mejor precio del que lo habíamos comprado. Era una muestra de justicia divina por todo lo que perdimos en arreglos y en cuotas que los trabajadores jamás nos dieron porque “está muy duro el camello”. Así que luego de esa venta, decidimos montar un bar. Yo quise ponerle Sodoma pero mi amigo creyó que era nombre de bar gay, y ahí empezaron los desacuerdos hasta que no nos entendimos y quisimos desistir de más negocios juntos por un tiempo para no perder la amistad. Triste y sin saber qué hacer con 5 millones en el bolsillo, sintiéndome medianamente rico, entré a Ramfis a saludar a mi amigo Miguel. Me dijo que estaba buscando socio. Le di los 5 palos y nos dimos la mano. Con ese trato empezó mi debacle física y moral, cogí el cigarrillo, y no le gané un solo peso en dos años, pero fui feliz, presenté dos libros y estuve con mujeres con las que jamás hubiera imaginado acostarme. Para mí, un trato bastante justo con el destino. Luego quebramos, nos despedimos de nuestra clientela, hubo tristezas, abrazos y un despecho que hoy en día creo no haber superado del todo.
Quise olvidar el bar, mostrarle otra cara a mi ciudad, una cara distinta al borracho que por amor de Dios nunca se estrelló en su carro, que buscaba mujeres insaciablemente y que el ridículo y autosaboteo eran su bandera. Ramfis fue quedando atrás. Pasaron dos años y un día estaba mercando en el Ara – un amigo me vio haciendo fila y me dijo: “Yo no sabía que los poetas mercaban” – y al pasar la tarjeta ahorros – lo único que queda de esa palabra en mi vida – me dijeron que no había fondos suficientes. Me habían acabado de pagar en el trabajo, por lo que creí que era un error. Pasamos tres veces la tarjeta y el aviso seguía siendo el mismo. Entré a la aplicación y vi que me habían “debitado” – robado en términos bancarios – un dinero que me impedía mercar en paz. Llamé a un amigo con el fin de que me prestara para poder pagar e irme, ante la mirada de ese otro amigo que no podía creer que yo mercara, pero que sí creía posible – estoy seguro de ello – que yo estuviera intentando robar a la cajera. Lo primero que pensé al ver ese débito fue que me habían robado, que habían duplicado mi tarjeta o que Avast tenía razón cuando me decía que había cookies de seguimiento en mi computador. Todo era una nebulosa que me hizo marear del susto.
Al llegar a casa, organizar – o tirar al suelo, mejor – la comida, llamé a Bancolombia, y me dijeron que no era un robo, sino que una deuda que tenía con Redeban fue interpuesta como embargo de la cuenta y se cobraron a la fuerza, palabras más, palabras menos. ¿Qué putas es Redeban?, pregunté. “Ah, eso sí no sé, averigüe”, me contestó el hombre detrás de la línea. Gracias por el consejo, contesté y colgué. Indagué y me di cuenta de que era la marca de datafonos de Colombia. Otra vez pensé en que era un robo. ¿Yo por qué y cuándo y para qué iba a tener un datafono? Llamé a Redeban y me especificaron que sí, que si yo era Mateo Quintero, que había un datafono a mi nombre, que no había cancelado lo que debía, que me lo descontaron porque sí y que debía devolverlo o me seguiría debitando, que significa robando, como ya les conté. Les dije que yo no tenía nada de eso. Me respondieron que presentara las pruebas. ¿Cómo pruebo que algo no existe? ¿Cómo pruebo que Dios no existe? ¡Que lo prueben los que lo afirman, que lo prueben ellos! Hablé con Miguel, hicimos memoria, y recordamos que en realidad nosotros sí tuvimos un datafono pero con Ramfis, como a mitad de nuestra duración como administradores del bar. ¿Será eso? Pero si nosotros lo devolvimos, pero si fue hace más de dos años, pero si nunca quedamos debiendo nada.
Quedé con una preocupación inmensa y lo primero que me vino a la mente al despertar al día siguiente, antes de ir al trabajo, fue el maldito datafono que claramente no existía en ningún lado. Debía resolver ese problema después de que se acabara la jornada laboral. Era miércoles, así que tenía pico y placa. Pero yo llevaba toda la vida yendo a trabajar en pico y placa y no pasaba nada, puesto que salía más o menos a las 6 de la mañana y a esa hora qué van a trabajar los guardas, si es que se le puede llamar “trabajo” a lo que hacen semejante inútiles. Más inútiles que la policía, en mi ranking personal. Sin embargo, como ya pueden haber anticipado, las desgracias no vienen solas. Cuando tienes un hijo al ratico te llega el otro o se te va tu mujer o pierdes el empleo. Así funciona la vida, no la he inventado yo. Ensimismado, manejando, oigo un pito detrás de mí y eran los pitufos, me hago el que no escucho y continúo, volteo donde puedo y sigo, intentando devolverme a mi casa, pero ellos cogen contravía, se pasan semáforos en rojo, adelantan en doble vía y me cogen. Grúa, patios y multa. Un ojo de la cara. Pagar un Uber, llegar tarde al trabajo, explicarle al jefe.
Para sacar el carro de los patios, se necesita tener todos los papeles al día, y yo no tenía la revisión tecnomecánica. Para los que no saben, eso es un papelucho que supuestamente te verifica si el vehículo está en buen estado para transitar las calles, y que con solo ser amigo del que revisa, llevarle un arroz chino, picarle el ojo y regalarle una coca – cola, ya tienes para salir con tranquilidad a las avenidas aunque tus llantas estén desgastadas. Y esta es la razón por la que, al no verle sentido en absoluto a ese papel, opté por que cada vez que se me venciera, esperaría unos tres meses sin renovarlo, para ganarle tiempo a la burocracia y a la corrupción. Me salió el tiro por la culata porque tendría que pagarlo antes de sacar el carro de los patios, como ya dije. En honor a la verdad, tengo que decir que por esa razón me podrían haber clavado otra multa. Muchas gracias, Honorables Agentes de Tránsito, por su misericordia: Controlando las vías y el orden / en las calles nos van a encontrar / muy honrados / vistiendo de garzo / conferidos a la movilidad.
Afortunadamente, como trabajé más de seis años como tramitador en los alrededores del Instituto Municipal de Tránsito, me sabía un truquito para no tener que pagar la revisión (ese truquito se los enseño luego, cuando me inviten a pola, porque por acá no puedo, qué peligro). Yo me hice pajazos mentales, me dije lo mismo que escribí en La frenética desazón (mi libro de ensayos, para que lo compren): “En un país atiborrado de tantas trampas burocráticas, evadirlas no es criminalidad, sino virtud”, y seguí con mi conciencia limpia.
En todo el volteo de esa tarde no pude llamar a Redeban, así que lo dejé para el día siguiente. Lo que sí me llegó ese día fue un anuncio de la administración del conjunto en el que con mucho sacrificio y ahorro – cuando tuve esa capacidad, años atrás – logré cumplir el sueño de comprar un apartamento – o hipotecarlo, mejor, sacarlo a cuotas, entregarle 30 años de vida al estado. La cosa es que ese sueño se volvió un Infierno porque solo pude vivir dos años allí – los mismos años que tuve Ramfis – y luego me tocó alquilarlo porque mi trabajo actual me quedaba a kilómetros de distancia, y para mí madrugar más sería la peor derrota que el Hado podría otorgarme. Se volvió un Infierno, como les decía, porque en este país es más fácil encontrar un guarda que no sea corrupto que un inquilino que pague a tiempo. Siempre es uno peor que el otro. Ninguno bueno. Todos se van debiendo servicios, administración, canon y dejando la casa vuelta mierda, y el poco dinero que pudiste recibir se te va remediando daños y pagando el abogado para desalojar a esa parranda de conchudos que viven a costa nuestra. Es mejor no tener uno nada, dicen por ahí. Para que no se me pierda el hilo en este sulfure, decía que me llegó una notificación avisando que el inquilino llevaba meses sin pagar la administración – ¡no me pagaba el canon, va a pagar la administración! – y que si no me ponía al día, no me dejaban – o sea, no lo dejaban a él – entrar vehículos al conjunto – ¡qué bendición! – pero que embargarían la cuenta – o sea, me la embargarían a mí – para que la deuda quedara a paz. La cosa se complicaba más porque el inquilino (Juan Sebastián Forero, para que no lo reciba usted, estimado lector, ni en su casa ni en su sala) hace más de dos meses no vivía en el apartamento, pero tenía todas las cosas allí. No pagaba, no se iba, no daba nada en forma de pago, no cancelaba los servicios, pero yo sí debía continuar pagando mi cuota al estado, mes a mes, porque si no me lo quitaban…
Hablé con mi amigo abogado – justo el amigo que me dijo que yo, como poeta, por qué mercaba en el Ara – y concertamos en vernos en el Rincón Clásico para hablar de mis problemas y buscar posibles soluciones. El Rincón clásico solo abre los fines de semana entonces me tocó esperar, ansioso y apesadumbrado, varios días. Mientras tanto, intenté resolver lo de Redeban. En la llamada me dijeron que si yo devolvía el datafono, me devolvían la plata y no me quitaban el resto. La última etapa de Ramfis estuvo marcada por un desesperado salvavidas que resultó estar desinflado: una gente que quiso ser socia pero no prosperó en absoluto. Me comuniqué con ellos a ver si recordaban el datafono, y me dijeron que ellos lo recuerdan pero que eso, cuando cerramos, debió haberse quedado con las cosas que pertenecían al dueño como tal del bar. El dueño de siempre, don William, que sigue abriendo constantemente el bar y que lo tiene hace años. Estaba esperanzado, cabía la posibilidad de que él, en su infinita inocencia, siguiera utilizando el datafono, porque los negocios se modernizan y es muy difícil sacarle el cuerpo a la modernidad, como me dijo mi padre, resignado, cuando me tocó instalarle el “guasap” porque todos sus clientes se lo pedían. Llamé a don William. Me preguntó que qué era un datafono.
Alguien me contó que había una oficina de Redeban en el Pereira plaza y que, como todo, siempre es mejor ir y hablar en persona. Lo malo es que ya era viernes en la tarde cuando me enteré, así que tenía que esperar al lunes siguiente para ir. Lo bueno es que era el día de la cita con mi abogado. Fuimos al Rincón Clásico, nos tomamos unas cervezas y un medio de ron. Me explicó: “No, aún no se puede dar por abandono el inmueble, porque el señor se sigue comunicando con usted. Abandono es que se pierda y no le vuelva a responder jamás”. ¿Pero por qué, pregunté yo, si ya no vive allí, cortaron todos los servicios y la administración está por el cielo? “Porque según el parágrafo…” Y empezó con su cháchara leguleya, y yo me perdí en las canciones del Rincón, recordando mi infancia ajena a todos estos problemas sin sentido. “En cuanto a lo de Redeban, envíe un derecho de petición, explicando que usted hace tiempo no posee el datafono y que ya prescribieron los términos de esa deuda”. Me clarificó que había mucha posibilidad de que se lograra, así que quedé contento. En esas me llama mi amigo Esteban y me cuenta que unas amigas de la universidad querían salir, que una estaba muy linda y que se parecía a mí en la forma de ser. No supe si preocuparme o alegrarme, pero yo, que en ese entonces andaba despechado, acepté sin miramientos. Me despedí de mi amigo abogado. Me monté al carro rumbo a Romeo, bar ubicado en la sexta con 29. Subí por la 22 y al girar a la carrera cuarta, un retén inmenso de guardas. Me pararon. Pensé que me iban a sentir el tufo y sentí un escalofrío desde la punta del pene hasta la del pelo. Era el mismo guarda de la vez pasada, que no me reconoció y que yo, por tirar el cañazo, le dije que me ayudara como aquella vez, a ver cómo reaccionaba. “Si yo le ayudé otro día debe ser que estaba solo, porque ahorita lo ubicó con la cámara mi jefe y se dio cuenta de que usted no tiene tecnomecánica. No puedo hacer nada por usted”. Se llevaron otra vez mi carro, en pleno fin de semana, y como sabrán, cada día en los patios cuesta como si guardaras el carro en el mejor estacionamiento de París. Pensé en irme a la casa, pero también pensé en que encerrado me iba a deprimir más, así que seguí caminando hasta el bar, esperando que la noche me diera algo de suerte: la misericordia del placer. Vi a la amiga de Esteban y era deslumbrante. Aquella noche no se dio, después lograría un beso agónico, pero eso es otra historia que no compete aquí.
El lunes pedí prestado dinero y saqué el carro, nuevamente, de los patios. Nueve años manejando y jamás me habían multado, pero ese año maldito, el maldito 2024, tuve dos multas en menos de un mes. Luego de sacar el carro me dirigí a Redeban. Había un local en el Pereira plaza que yo nunca había visto. Me atendieron amablemente y, cuando avisé que iba a entregar un derecho de petición, me dijeron que no había en esa oficina un departamento de entregas de quejas o reclamos. Le pregunté que en dónde, entonces. “En Bogotá”, respondieron. ¿Puedo hablar con la oficina de contaduría, por lo menos? “Acá tampoco hay”. ¿Entonces esto qué es? “Aquí solo entregamos datafonos”.
Iracundo, salí de ese local y me dirigí a la entrada principal. Al frente estaba la Iglesia San José. Sentí deseo de pedirle a Dios que me sacara de este embrollo, pero si no impidió que me metiera en él, para qué iba a servir ahora.
Aunque sea lo más irracional posible, estar al lado de mi padre hace que me sienta protegido. Es un sentimiento que siempre he experimentado a su lado. Siento que si está a mi lado, absolutamente nada puede pasarme. Así que me dirigí a la 23 con 12, calle icónica de Pereira donde se negocia comprando y vendiendo motos, y donde mi papá es una leyenda total. Al verme, no manifestó una gran alegría como suele ocurrir. Su mirada estaba un poco desorientada. Le pregunté qué le había pasado y me contó que lo estafaron y le robaron un carro. Un tipo de otra ciudad, recomendado por un amigo suyo, le dio la mitad de la plata, firmó cuanto papel se le puso al frente, y dijo que en un plazo de una semana le daba el restante. Al otro día ya el número de celular del tipo no existía y mi papá quedó solo con un contrato y la palabra de su amigo, al que también timaron. Pero hoy en día, en Colombia, la palabra y un contrato sirven para lo que sirven las tetas de los hombres.
Hay que denunciar, le dije, y él, que me enseñó a desconfiar de los policías, se manifestó reacio. Lo único que lo motivaba era que tenía unos amigos en la fiscalía y podían ayudarlo. Pensé que era el momento de devolverle todos los favores que me había hecho y fui directamente al primer CAI que encontré a poner la denuncia, porque todo es mejor en persona, como dirían los viejos. “Ya no recibimos denuncias, todo se hace por la página web”, me dijo el tombo. ¿Y eso? “Porque según el parágrafo…” Este país terminó de joderse desde que no se puede hablar con los responsables directamente. Ya todo es un bot, una contestadora o un formato en alguna página web que nunca llega a su destino. Le conté lo sucedido a mi papá y le dije que yo iba a montar la denuncia en la página. Así lo hice. Un par de meses después, con otra respuesta impersonal, me dijeron que estaba desestimada la denuncia, “porque según el parágrafo…”
Solo dos cosas me motivaron por aquellos días escabrosos. Si uno es tan iluso de estudiar Licenciatura en español y literatura, solo te puedes aferrar de dos cosas para tener un buen futuro. Si quieres ser escritor, ganarte un premio. Si quieres ser profesor, entrar al magisterio. Había hecho lo más difícil: ganar el Concurso Docente, cosa por la que esperamos años enteros los licenciados de este país. Con mi puntaje, había quedado de 18 en la lista. Y había 25 plazas en mi territorio. Faltaba todavía cotejar los puntos que daban la experiencia, los títulos y otros papeles pero yo tenía todo eso en un buen nivel, así que entraba derecho. Había alcanzado la panacea de los profesores. O eso creí yo. También gané, por aquellos días, el premio de Estímulos de la Secretaría en la categoría de ensayos. Más allá del dinero, todos saben que lo que sostiene a un escritor es su obra. Me alegraba que un nuevo libro fuera publicado prontamente. O eso creí yo.
Llamé de nuevo a la sede bogotana de Redeban, la central, expliqué de nuevo todo mi caso y me dieron un correo para que enviara el derecho de petición. Así lo hice, y entre correos de fiscalía, Redeban, policía, SIMIT, denuncias, vi que me había llegado un correo dando la lista definitiva del Concurso Docente. Del puesto 18 bajé al puesto 40 porque no subí un papel. Otro derecho de petición. Otra respuesta negativa. Ya no tenía oportunidad de subir ese papel porque ya se había dado un plazo y yo nunca lo subí, porque no sabía que había que subirlo. Así que ese sueño, por ignorancia mía, se había esfumado.
En la zozobra más horrible me fui a beber al Pavo. Debía ahogar mi suerte de mierda con Amarillo y salchichón. No he encontrado otra mejor fórmula para ello. Mis amigos estaban a mi alrededor, y nos reíamos y yo hacía el que me olvidaba de todos esos embrollos insolubles. Fui al baño y, en medio de la orinada, me llegó una notificación de Gmail. Contra todo pronóstico, Redeban aceptó mi petición y me devolvió el dinero. Revisé, aun con el pene afuera, mi cuenta de Bancolombia y era cierto. El 80 % del dinero había sido devuelto. Regresé con una botella de ron invitada por mí a la mesa, y el mundo me recibió con un aplauso eufórico. Por fin, una victoria. La Gran Victoria para mí. Así la quise concebir. Pajazo mental o no, tenía que darme ánimos internos para no decaer.
La noche transcurrió con felicidad y risas. En las entradas y salidas de los clientes del Pavo, entró otro de los escritores que había ganado Estímulos junto a mí. Nos abrazamos, brindamos un par de copas, y en medio de un pucho se quejó de que apenas estuvieran pidiendo el machote final del libro para empezar a cotizar la impresión. ¿Cómo así? A mí nunca me lo pidieron. “Ah, ¿es que recordás que a vos te dieron el premio porque otro había quedado desierto?”. Sí, claro que lo recuerdo. “Bueno, pues esos nos los publican porque según el parágrafo…”
Franz, ya han pasado 100 años desde tu muerte y el mundo sigue igual a como lo dejaste y escribiste, quizá un poco peor. Pero no te preocupes, todo da igual, después nos veremos en la puerta Ante la ley, junto a mi inquilino, los guardas, el estafador, los tombos, los de la CNSC, los de las diferentes secretarías, los abogados, leguleyos, políticos y ministros. Allá todos seremos iguales.
Mateo Quintero Segura
En cuestión de estética, la derrota siempre será superior a la victoria
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